General Máximo Gómez después de las sombras

Gómez siguió hasta la puerta de la Fortaleza donde había dos centinelas más, especialistas en dormir parados sin caerse

Máximo Gómez, chiquito, de tacones altos, rostros de ojos y boca escondidos detrás de un enorme bigote a lo Friedrich Nietzsche, apresuraba el paso aquella mañana lluviosa de enero de 1864.
Sus polainas lo llevaban por la Calle Colón a la Fuerza, tan rápido, que “las cañas pal ingenio” le quedaban corto.

En la puerta, los dos centinelas se sorprendieron al verlo, se convirtieron en estatuas y dejaron de reír y pestañar. No se podía saber si las gotas en sus caras eran lágrimas o gotas de lluvia.

  • ¿…y ustedes, de qué se ríen? Preguntó Gómez entre serio y taciturno.
    Gumercindo Espínosa le pidió, con la mirada, a Gervasio Espomuceno que le contara. Este empezó gagueando y con una seriedad fingida.
  • Es un cuento del Diablo…
  • Ja, ja, ja, ja, ja , ja, ja . Estalló Gumerdindo sin poder contenerse. Se le salió ese espíritu campesino acostumbrado a oír y celebrar cuentos de Juan Bobo y Pedro Animal en cenas amistosa de batata con arenque y un buen chocolate de agua.
    Entonces el raso Espomuceno dejó de contar, se dobló como si le doliera la barriga al tiempo que emitía unos gritos de carcajada estruendosos. Gumercindo le hizo eco con mayor fuerza y es posible que hasta despertaran a los presos de la Fuerza atrapados doblemente entre los barrotes y gruesas paredes que la ficción de “La Sangre” de Tulio, abogado de ellos, pero tiempo luego, dio a conocer.
    Ninguno de los dos podía parar.
    Y estaba claro que ni se acordaban que eran centinelas, ni que estaban delante de un superior.
    Gómez ni siquiera intentó a que volvieran a la rigidez debida y menos que se callaran.
  • ¿Y es tan gracioso el cuento? Se atrevió a decir. Con esto se aceleraron mucho más los dos guardias con ojos lluviosos que contagiaron al capitán.

Al rato los tres reían sin ton ni son incapaces de detenerse. El mínimo gesto de cualquiera aumentaba la risa. Cuando paró la llovizna don Máximo movió su bigote de escobillón.

  • ¿Me lo van a contar o no? Si no me lo cuentan los voy a reportar.
  • Lo que pasa es que un tío de Gumersindo se murió de una borrachera y cuando llegó al cielo lo mandán directo pal infierno. Ahí se topó, en la misma entrada, un portón grandote de hierro, al rojo vivo, con Pedrotón o Pedro “el Malo” primo de San Pedro…
  • Cuá, cuá, cuá, cuá… Gumercindo y Gómez se reían a discreción oyendo las pavadas de Espomuceno.
    -Pisi, que subió con to y jumo, se le paró de frente a Pedrotón, medio yéndose de lao y con una exigencia propia de abogado por encargo.
  • Que ya le dije Sr. Pisicorre que usted no va ponde las mujeres porque aquí no hay mujeres. Le repetía “el Malo” con voz humeante y endiablada.
  • Vamos Pedritín, no se misóguino (sic) ¿y esos cachos? Eh? Eh? Eh?…

    El trío volvió a la risotada.

    De repente, Gómez paró en seco y dio una pisada dura y un choque de talones que petrificaron a sus dos cuentistas.

  • ¡A sus órdenes capitán! ¡Entre usted Capitán!

    Gómez siguió hasta la puerta de la Fortaleza donde había dos centinelas más, especialistas en dormir parado sin caerse.

    -Vengo a entrevistarme con el General Pedrotón, digo, con el General Pedro Santana.

    Las puertas se abrieron y a Gómez se le hizo muy difícil distinguir, como sonrisa, el gesto de Ambrucia Anestelsia Batistta, que lo invitaba a pasar al despacho de Santana.

    La sangruidad del General, acompañada del cansancio de tantas cabalgatas entre montes y trochas se presentaron desde una mirada a media asta y un brazo, que colgaba del espaldar izquierdo de su silla, apenas se levantó para saludarlo. Todo el peso del cuerpo parecía un quintal de plomo sobre aquella silla negra que ya formaba parte de su uniforme.

    -General, empezó diciendo Gómez, más esbelto que una jirafa.

    La queja que traía el capitán Gómez era por el don de mando excesivo de los jefotes españoles de la Anexión, por el maltrato a la población donde se multiplicaron los Buceta.

    -No te brindo café, interrumpió Santana, porque desde que estos llegaron, sabe más a cicuta que es preferible beber agua de mar. Anestelsia hizo una mueca de desaprobación desde las sombras de la penumbra.

    El general reflejaba una nostalgia de su hamaca y el café de Micaela allá en su finca de El Seibo y hasta de su hermano Ramón quien murió pocos meses después de la Independencia, gemelo de vida y de recuerdo.

    Sabiendo que la derrota era segura y sintiendo el patriotismo con que los dominicanos enfrentaban a las tropas de ocupación españolas, Gómez tenía, ahora, la duda de si era el momento o no de sugerirle a Santana que se sumaran a los restauradores.

    -¡Mardito salteadores! Expresó el General más entruñado que antes.

    -…hace más de dos meses, continuó, que La Gándara llegó a Montecristi y no se atreve a salir de allí. Parece que le cogió el guto a loj chivo y a la playita del zapato.

    La pesadez y brutalidad era lo único que Gómez captaba en sus palabras.

    -¡Y quién puede con el negrito e mierda ese de Puerto Plata! Siguió Santana.

    Gómez se sintió muy mal y solo esperaba que los españoles se acabaran de ir.

    El triunfo le puso punto final a la agonía dominicana. Pepillo Salcedo fue nombrado presidente con asiento en El Cibao y Gómez se fue con los evacuados por Puerto Plata hacia Cuba.

    Allí, entre reflexión, arrepentimiento, culpabilidad y sinceridad borró para siempre la vergüenza del recuerdo al lado de los españoles.

    El arado le habló, la garza le habló, el rio, las palmas, el colibrí, le repetían la victoria de sus compatriotas, la victoria de Luperón.

    Una mañana de 1868, bajo un sol, como solo en El Caribe hay, se puso sus polainas, agarró su machete, se montó en su mula y se unió a los mambises como un simple soldado al lado de la dignidad.

    Pedro Santana, en su pensamiento era confundido con Pedrotón, El Guardián del Infierno.
    ¿Acaso aquella risa de los dos centinelas no sería una burla al General que quedó sin mando y se refugió en una botella vacía de ron malo en su cuartucho de La Fortaleza?

    Y cada vez que le llegaba a su memoria las figuras de Gumercindo y Espomuceno, Máximo Gómez, el General Mambí, se reía solo.

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