Literatura

“La eros prosaico en Borges, ‘Ulrica’”

Por David Iregui Delgado.

La reserva de Borges en relación con algunos aspectos íntimos de su vida no es mera especulación. Siempre cauto y sagaz para sortear preguntas que podrían incomodarlo, al responder no empleaba palabras soeces o gestos indecorosos; se limitaba a pronunciar esas invenciones magistrales o recuerdos literarios que colmaban su mente. Cuando fue interrogado sobre el amor —su situación sentimental en 1980—, se limitó a decir con sonrisa complaciente: Wilde dijo que las preguntas no son indiscretas pero que las contestaciones pueden serlo, de modo que prefiero no contestar.

Escudriñar en ese furtivo hemisferio Borgiano sería una intromisión en su vida privada que podría considerarse descortés e incivil. Intentar reseñar su único cuento de amor, ‘Ulrica’, ese efímero adagio a la mujer amada, podría causar un gran recelo en su inmortalidad. Aún así, con el ánimo de abrazar la imagen del maestro y de recrearlo en ese lugar incierto, espero se me permitan estas palabras de aquel entrañable cuento –mi lectura diaria y el arquetipo Borgiano de amor platónico– en donde se entretejen literatura, filosofía y mitología.

Mi reseña será quizá la más breve y pobre de las que se han escrito, pero la intentaré tan sincera como el relato publicado en El libro de arena. Desde el epílogo, Borges anuncia su percepción del cuento. El tema del amor es harto común en mis versos; no así en mi prosa, que no guarda otro ejemplo que ‘Ulrica’. En su vasta poesía recurren los versos de amor; en su prosa las preocupaciones fueron enteramente distintas.

En 1953, Borges conoció a María Kodama quien, tras la muerte de su madre, Leonor Acevedo de Borges, se convirtió en su compañera de estudio, viajes y finalmente en su esposa; motivos que sugieren que ‘Ulrica’ —ocurrencia que lo envolvió en Islandia y que le dijo a María Kodama que le dedicaría—, aparte de su cuento predilecto según observó en una entrevista, es la confidencia de un amor clamoroso que se insinúa desde el epígrafe: Tomó la espada Gramr y la apoyó en el medio del lecho, retomado de la preciosa, admirada y sentida por Borges “Saga de los Volsungos” que narra la historia de los descendientes de Odín y el profundo y trágico amor de Sigurd, uno de los volsungos, con Brynhild, una valkiria. La alusión preliminar a la saga no es pueril; la relectura de Borges de dicha vieja epopeya generacional legada de su padre, estructurará la integridad del relato que pareciera ser la repetición o el retorno soñado de la historia sucedida en épocas pretéritas.

Su invención abarca una noche y una mañana durante la cual Javier Otalora, profesor de la Universidad de los Andes, narra su encuentro con Ulrica, mujer de origen noruego. En honor a la saga y a la historia de amor que evoca, a medida que acontece el relato, los peripatéticos enamorados se hacen llamar Sigurd y Brynhild, como los héroes nórdicos.

El cuento inicia con un pacto de veracidad. “Mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de la realidad, lo cual es lo mismo”. Borges propone al lector una historia verdadera que se sabe que no lo es, ya que si la realidad es precisa, la memoria no lo es, quizá porque descansa en los sueños, anhelos, quimeras y fantasías para hacer frente al olvido. Asistimos a la narración de un sueño que necesitaba ante todo una fuerte apariencia de veracidad capaz de producir esa espontánea suspensión de la duda que constituye para Coleridge la fe poética. Más adelante, el autor busca afianzar la sugerencia de que lo narrado es real. Manifiesta Otálora, mientras camina junto a Ulrica, Todo esto es como un sueño y yo nunca sueño. Dichas palabras quisieran convencernos de que el narrador, que no sueña, no podría llenar los vacíos de la memoria con fantasías o epifanías; sin embargo, el transcurso del relato y las pistas que arroja hace ajena tal posibilidad.

Otálora distingue por vez primera a Ulrica junto a las Cinco Hermanas de York, los altos vitrales de la Catedral de York Minster y, cuando le ofrecen un trago, la escucha decir: Soy feminista. No quiero remedar a los hombres. Me desagradan su tabaco y su alcohol. No en vano se alude a Ulrica como una resplandeciente y resuelta discípula de Ibsen. La alusión al dramaturgo noruego —de cuyas obras brotan enérgicos personajes femeninos— es sugerente. En “Casa de muñecas”, mediante el papel de Nora Helmer, Ibsen plantea el derecho de cada mujer de vivir su propia vida, cuestión que, si bien en la actualidad pareciera un tema elemental, en su momento fue un escándalo; y en “Los vikingos de Hengeland” Ibsen trata, como una evocación, el amor entre Sigurd y Brynhild.

La percepción de Ulrica como feminista se enfatiza en las siguientes palabras de Otálora quien, para describirla, rememora a Blake:

Fue entonces cuando la miré. Una línea de William Blake habla de muchachas de suave plata o de furioso oro, pero en Ulrica estaban el oro y la suavidad. Era ligera y alta, de rasgos afilados y de ojos grises. Menos que su rostro me impresionó su aire de tranquilo misterio. Sonreía fácilmente y la sonrisa parecía alejarla (…).

En 1784, Blake conoció a los intelectuales ingleses de la época, entre ellos, a Mary Wollstonecraf, quien se convierte en su amiga íntima. Influenciado por “La vindicación de los derechos de la mujer”, en 1793 publicó “Visiones de las hijas de Albion”, origen de los versos que repasa Otálora y cuya mención no es trivial. A través de tres personajes —Oothom, mujer violada por Bromion y que ama a Theotormon, hombre casto que no acepta el amor impuro de Oothom, pues ya había perdido su virginidad al ser violada—, Blake denunció el perenne sometimiento de la mujer, privada de derechos civiles y políticos, y asfixiada por una moral sexual que las limitaba cruelmente a la castidad; condenó el matrimonio sin amor y defendió el derecho de la mujer a su completa autorrealización. La referencia a Blake, entonces, nos permite refrendar la intención feminista de la protagonista.

Esa noche son presentados y la aventura recíproca inicia con la pregunta de Ulrica sobre el significado de ser colombiano. No sé. Es un acto de fe, responde Otálora. Su réplica denota un rompimiento con el lugar de origen, con la patria y con la identidad que de ella emana y que, por el contrario, eleva a Otálora (como también le sucedió a Borges en la época de la dictadura peronista) al status de exiliado, un desarraigado, pues los cimientos que lo atan a su patria parecen opulentos fantasmas de horror y sufrimiento de los cuales resulta imposible e indeseable asirse, y la esperanza hacia ese lugar termina por evaporarse… como los sueños.

A la mañana siguiente, Ulrica lo invita a su mesa y le expresa que le gusta caminar en soledad. Otálora recuerda a Schopenhauer y confiesa: A mí también. Podemos salir juntos los dos. Embebido por la prosa y la filosofía del misántropo alemán, Borges reseña un pasaje de “El mundo como voluntad y representación en que se discurre sobre la incongruencia conceptual que da pie al absurdo y, como consecuencia, a la risa:

Uno dice que le gusta pasear solo y el otro le contesta: ‘¿Con que le gusta a usted pasear solo? Pues lo mismo me pasa a mi; vamos a pasear juntos’. Aquí se echa mano a la idea de que dos personas aficionadas al mismo placer pueden disfrutarlo juntas, pero se aplica a un caso que excluye toda comunidad.

La sucinta alusión a Schopenhauer podría figurarse como una evocación de gran parte de su filosofía, hondamente admirada por Borges. La voluntad o el deseo como causa de angustia y sufrimiento universal, referencia que desprende de las nobles verdades del budismo y que retoma el alemán, se torna como una posibilidad en el cuento. Con su postulación, Borges revalida la hipótesis de que el protagonista está ante una voluntad intangible, un anhelo que, como se ve en el desenlace, le crea un tenaz desconsuelo: la imposibilidad de poseer físicamente a Ulrica; solo su imagen.

Más allá de su interpretación, la broma que hace Otálora es el germen que permite el desarrollo del cuento: el recorrido de los errantes por el campo níveo hasta la posada de Thorgate, un lugar ficticio que extrae de la mitología nórdica; Thor, Dios de la guerra y la tormenta, y gate, puerta. Se dirigen al lugar en donde la quimera del amor se vuelve un campo de batalla cuyo fatal desenlace será una realidad permeada de congoja: la conciencia de que Ulrica es una alucinación. En efecto, en una entrevista, el argentino conceptuó el amor como un estado artífice de ansiedad e incertidumbre; así, tal vez, lo postula al concluir el cuento.

El periplo –en que la conversación se torna concreta y esencial, y el silencio y la reflexión acerca del entorno parecieran frecuentes– inicia con una confesión: Se que ya estaba enamorado de Ulrica; no hubiera deseado a mi lado ninguna otra persona, idea que deriva del mismo amor de Borges por la literatura nórdica y por la saga referida; y continúa con un lamento: Nuestros caminos se cruzaban. Ulrica, esa tarde, proseguiría el viaje hacia Londres; yo, hacia Edimburgo. Emerge, después, un sugerente intercambio de palabras:

—En Oxford Street –me dijo– repetiré los pasos de De Quincey, que buscaba a su Anna perdida entre las muchedumbres de Londres

—De Quincey –le respondí– dejó de buscarla. Yo, a lo largo del tiempo, sigo buscándola

—Tal vez –dijo en voz baja– la has encontrado.

Para Borges, un amor arquetípico no podría eludir las referencias literarias. “Confesiones de un opiófago inglés” de Thomas De Quincey, es un autorretrato de los tiempos de adicción al opio por parte del autor que, cansado de su estadía en un internado, escapa hacia Londres donde vive en una casa derruida y en cuyos paseos por las polvorientas calles, se enamora de Anna, una joven, una de esas infelices que subsisten con los ingresos de la prostitución, una generosa y compasiva mujer, dice, dedicada a mis necesidades cuando todo el mundo me había olvidado a pesar del abatimiento y congoja que se había apoderado de su corazón. De Quincey la cita para el reencuentro una semana después de su partida, pero no puede cumplir. Durante meses vuelve a Oxford Street en busca de su Anna perdida, mas nunca se vuelve a topar con ella; por el contrario, Otálora, quien a su edad no tenía esperanzas amorosas, tal vez la encontró sin haberla buscado. La referencia sugiere entonces una realidad infranqueable: Ulrica insinúa que su ilusorio encuentro, profundo y del cual emana un desmedido sentimiento, será efímero. Ya lo había anticipado; no dura más de una mañana.

Ante la confesión de Ulrica, el profesor decide besar su boca y sus ojos. Ella lo rechaza y le dice: Seré tuya en la posada de Thorgate. Te pido mientras tanto, que no me toques. Es mejor que así sea. Las palabras de Ulrica se compaginan con la actitud de Brynhild en la saga.

Cabalgando hacia el sur sobre el lomo de Grani —caballo nacido del corcel de Odín—, Sigurd observa un resplandor, una cortina de humo que se eleva hasta el cielo. Allí encuentra dormida a una mujer con una coraza pegada al cuerpo, era Brynhild, a quien Odín pinchó con la espina del sueño. La despierta y, perplejo por su sabiduría, le pide consejos; ella, entre muchos, le habla sobre las mujeres: No las atraigas hacia ti con besos y otras mañas. De allí que la actitud de Ulrica, encarnación de Brynhild, sea el rechazo inicial hacia Otálora. Pero la analogía Ulrica–Brynhild no se limita a este episodio. Más adelante, se lee en el cuento:

Agregó después

—Oye bien, un pájaro está por cantar

Al poco rato oímos el canto

—En estas tierras —dije—, piensan que quien está por morir prevé lo futuro

—Y yo estoy por morir —dijo ella.

Borges enfatiza la semejanza. En la saga, la sabiduría de Brynhild le otorgaba un don profético. El día en que Sigurd le declara su amor, la valkiria adivina el futuro: Yo seguiré dirigiendo ejércitos y tú te casarás con Gudrún Gjúkadóttir. En efecto, tras tomar la pócima del olvido que le ofrece la madre de Gudrún, Sigurd olvida a Brynhild y se casa con Gudrún. Por supuesto, trasladar tal aptitud a Ulrica, aunque necesaria, fue una maniobra dramática y sugerente pues, aparte de augurar el canto del ave, también predice su desvanecimiento que llega al final del relato cuando Otálora, frente a ella, posee solo su imagen y entiende que su amante es una ilusión. Así como acaba su sueño, expira también Ulrica.

Una analogía final entre ellas. Javier dice a Ulrica: Yo querría que este momento durara para siempre, a lo que ella responde: Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres. En la saga, Sigurd se enamora profundamente de Brynhild y le promete, pasado un tiempo, volver a ella. Como emblema del amor que le profesa y ante el presagio de que se casaría con Gudrún, Sigurd replica: No me basta con la hija de un rey, y no pienso cambiar de opinión tan fácilmente. Juro por Dios que no me casaré con nadie que no seas tú, y le da un anillo de oro para cerrar el compromiso. En la obra, Ulrica, influenciada por su alter ego, le impide hablar de un ‘siempre’, pues hasta en el más profundo amor, como el de Sigurd y Brynhild, las promesas resultan fatídicas, fuentes de sufrimiento. El desenlace de la saga confirma la hipótesis. Brynhild se quita la vida y su cuerpo es calcinado junto al de su amado.

En el cuento, tales referencias implícitas a la saga se revelan cuando Ulrica, incapaz de pronunciar el nombre de ‘Javier’, decide llamarlo Sigurd y él, incapaz de articular ‘Ulrikke’, la llama Brynhild. Javier, confiado en que las palabras que entonase serían conocidas por ella, antes de llegar a la posada le dice, como anticipo del final: Brynhild, caminas como si quisieras que entre los dos hubiera una espada en el lecho. Esta frase nos devuelve al epígrafe, Tomó la espada Gramr y la apoyó en el medio del lecho. Según la historia, agonizando en medio del campo de batalla, Sigmund, padre de Sigurd, le dice a su esposa, Hjordis:

Tendrás otro hijo que crecerá como es debido y se convertirá en un muchacho noble e ilustre como corresponde a los de nuestra estirpe. Hasta entonces guarda con esmero los trozos de la espada. Con ellos alguien forjará una excelente espada que se llamará Gramr; nuestro hijo la empuñará y realizará con ella numerosas proezas que lo llenarán de gloria, y se hablará de él mientras dure el mundo

Hjordis cumple con el propósito y Reginn, tutor de Sigurd y encargado de su preparación física y espiritual, retoma los dos pedazos de la espada de Sigmund y forja la más grandiosa espada de la mitología nórdica, la Gramr. Luego de grandes hazañas con el metal, Sigurd conoce a Brynhild con quien intercambia palabras de amor; sin embargo, toma la pócima del olvido, se casa con Gudrún y establece lazos de sangre con Gunnar, su cuñado, quien pretende a Brynhild. Olvidado de ella, Sigurd le ofrece ayuda para desposarla. Quien pretendiera a la valquiria, debía cabalgar a través de las llamas hacia el castillo en donde permanecía. El único capaz de cabalgar es Grani, caballo de Sigurd, jineteado por él; de modo que Gunnar y Sigurd, por arte de magia, intercambian apariencias y Sigurd conduce a Grani a través de las llamas hasta llegar a Brynhild. Permanece tres noches con ella y, respetando el acuerdo con Gunnar, clava su espada Gramr en el centro del lecho, entre los dos.

Este momento específico —la espada entre los amantes—, simboliza la fidelidad de Sigurd hacia su cuñado por la mujer que aquel pretende, y de Brynhild hacia Sigurd y hacia sus sentimientos, que se materializa en la decisión de no entregarse a Gunnar, a quien no ama y con cuya figura duerme por tres noches. En el cuento, la postulación de tales palabras en cabeza de Otálora alude al distanciamiento con Ulrica, la imposibilidad de estar y unirse a ella, y que se hace evidente al finalizar el relato cuando, al llegar a la posada de Thorgate, un lugar bajo, de paredes rojas y con un lecho duplicado en un vago cristal que recordaba un espejo, Otálora siente fluir el amor y posee por primera y última vez no a Ulrica sino su imagen. El espejo, herramienta reiterada en Borges, revela la verdad: el mundo del narrador es un reflejo de la realidad que, ante sus vacíos y lagunas, se atiborra de fantasías e imágenes ciertas pero intangibles creadas por aquel, como lo es Ulrica.

En eso se va una noche y una mañana de la vida soñada de Otálora: en el delirio de Ulrica, en la ilusión de que los sueños, lo fantástico, la ligera magnificación de las cosas —tal como le pasó a Don Quijote de la Mancha—, pueden hacerse realidad; y luego, la nostalgia de lo perdido y el consiguiente desengaño. Y Otálora, ¿habrá renunciado a ese sueño para maravillarse con algún otro o, como don Quijote, habrá dejado de soñar vencido por la realidad?

Si la literatura es un sueño dirigido, como observó Borges, este relato termina por ser un arquetipo literario; un sueño dentro de un sueño, el sueño del amor del autor, narrado por otro soñador que también relata su sueño de amor, Javier Otálora. En ocasiones, despertar de los sueños puede resultar nefasto, pero, quizá, es preferible soñar y despertar a no soñar o a permanecer en la vigilia prístina de la realidad percibida, porque los sueños, aunque no alimenten el cuerpo nutren el alma; y los sueños que nutren el alma son como cualquier otro sueño, puedes vivir de ellos… mientras no te mueras.

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