ECO DESDE EL MONUMENTO

Postrado ante el féretro de William Jana

«Cuando un amigo se va queda un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo». Alberto Cortez

Conocí, por pura casualidad, una de esas suertes muy gratas para nosotros, al cardiólogo y médico internista dominicano William Jana Tactuk en 1972, cuando yo recién había contraído matrimonio con la también médico dominicana Mercedes Argentina García Batista, prima del fallecido cardiólogo Guarocuya Batista del Villar.

Aquel día el cielo vestía el color azul de la verdad que simbolizaba la diosa Maat y como diría Rubén Darío: «el que está en el fondo del cielo y el que está en la perla en lo profundo del océano».

Esa hermosa mañana era el mediodía de Octavio Paz, tembloroso como un diamante, que en nosotros se derrite el día calcinado, entra por aquella «puerta que cruje», del recinto hospitalario, parecida a la puerta que ruge en un poema de Valle Inclán. Penetra el doctor William Jana Tactuk vistiendo un traje gris que simboliza el poder y la influencia, en el antiguo hospital Jewish Memorial, un centro médico privado que estuvo situado hace muchos años en la avenida Broadway, en el Alto Manhattan, de la ciudad de Nueva York.

El doctor Jana había ido a saludar a su vieja amiga, la también reputada cardióloga dominicana Mercedes Argentina García Batista. Argentina, como le llamábamos, falleció hace más o menos un año en la ciudad de Santo Domingo luego de haberse retirado de su ejercicio de médico cardiólogo en los Estados Unidos.

Recuerdo muy bien que entre los médicos dominicanos residentes en Nueva York el doctor Jana fue un galeno altamente respetado y admirado por su gran talento, su hombría de bien, su comprobada nobleza, su siempre solidaria respuesta, no solo de palabras, también en los hechos.

A su competencia como facultativo estamos obligados agregarle su enorme dedicación y a su afanosa inquietud por renovar conocimientos para dominar y poder atacar con sabia efectividad las enfermedades cardiovasculares que llegaban a su consultorio.

Era un profesional que estaba siempre presto a servirle a la gente desde la ciencia médica y lo hacía con sorprendente espontaneidad y con un elevado sentido de humanidad y con compasión por los sufrimientos de los demás, una filosofía que a él le funcionaba muy bien por su excesiva sencillez.

Escuchar al doctor Jana por la televisión (Revista 110) debatir y desarrollar los «Viernes de la medicina» un tema de salud era como si el televidente estuviera en un aula de ciencias médicas del más alto nivel académico.

Verle y oírle reflexionar con aquella certidumbre tan rigurosa junto a una neurocirujana de la relevancia de la doctora Ana Robles, era como si estuviéramos disfrutando de un concierto grandioso de violín con Nigel Kennedy o con la niña prodigio estadounidense Sarah Chang.

Frente a esta muerte del doctor Jana, tan dolorosa y tan socialmente deplorable, sería bueno recurrir a Jesús para que sea él quien lo diga: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella».

Cómo puede morir un ser humano tan jovial, tan desinteresado y tan obsequioso en compartir sus conocimientos científicos con generoso desahogo dogmático y, sobre todo, con palabras que parecían aquel canto de miel de Federico García Lorca, similar a la palabra de Cristo o la materialidad de lo infinito.

En esta encrucijada espiritual a la que nos ha llevado el haber conocido sobre la muerte de William Jana, que viene siendo ese cambio transicional repentino tan difícil de aceptar, uno se preguntaría: ¿cuál sería el premio que recibirá este médico que fue curador de enfermos y también cuidador de sanos terrenales?

Dijo el apóstol Pablo que el doctor William Jana al morir recibió el «supremo llamamiento de Dios» como recompensa por seguir su voluntad en su vida.

Me apresuro, porque no se me ocurre otra cosa como abogado y escritor estadounidense,  que  sustentarme, en medio de la pena y de la angustia que aqueja a la clase médica universal y, en particular, a la clase médica dominicana y estadounidense, en una frase del escritor Noam Gordon, autor de la famosa novela «El  médico», a manera de rendirle este homenaje póstumo a William Jana Tactuk: «Aunque estudiaras medicina durante más de una vida acudiría a ti gente cuyas enfermedades son misterios, porque la angustia que mencionas es parte integrante de la profesión de curar y hay que aprender a vivir con ella. Aunque es verdad que cuanto mejor sea la preparación mejor doctor puedes ser».

En esta despedida tan triste y tan desgarradora que ha sido para la audiencia y para la familia de la Revista 110 pienso que el doctor Jana diría para consolar a todo su público en esta su retirada: «No piensen que me he ido./Si algún día visitas mi tumba no llores/solo imaginen que estoy durmiendo./Les visitaré con el alba, les abrazaré con el viento,/besaré su amistad con la lluvia/y cantaré para ustedes en silencio./Nunca piense hermano Julio Hazim que me he ido/porque entonces… entonces, si habré muerto».

Paz a su alma

 

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