El árbol del Rockefeller ya está en su lugar. Erguido y majestuoso en el corazón de Manhattan, como cada año, nos dice que la Navidad ha llegado a Nueva York. Este abeto noruego de 23 metros, originario de East Greenbush, cerca de Albany, ha recorrido 240 kilómetros hacia el sur para convertirse en la nueva estrella de la ciudad que nunca duerme.
Miles de personas siguieron su travesía. Muchos más esperaron su llegada frente a la Plaza Rockefeller, con café en mano y los teléfonos listos para capturar el momento. Cuando las grúas levantaron las once toneladas de esperanza y las colocaron frente a la pista de patinaje, el bullicio se transformó en asombro. Es una escena que se repite cada noviembre, pero que nunca pierde su encanto.
La tradición que une generaciones
El árbol del Rockefeller no es solo un adorno: es una historia viva. Plantado hace más de un siglo por los bisabuelos de Judy Russ, la familia que lo donó este año, su historia se entrelaza con la de millones que encuentran en él un motivo para sonreír.
Este abeto será decorado con más de 50,000 luces LED multicolores y coronado con una estrella Swarovski de 408 kilogramos, una joya moderna sobre un símbolo centenario. Su encendido oficial será el 3 de diciembre, en una ceremonia televisada que contará con la actuación de la cantante Reba McEntire.
Cuando las luces se apaguen a mediados de enero, el árbol seguirá dando vida: su madera será donada a Habitat for Humanity, una organización que construye viviendas para quienes más las necesitan.
Desde aquel primer árbol colocado en 1931, en medio de la Gran Depresión, esta tradición ha crecido como un faro de esperanza. En aquel entonces, eran los trabajadores quienes levantaban un pequeño abeto de seis metros decorado con guirnaldas hechas a mano. Hoy, casi un siglo después, el mensaje sigue siendo el mismo: incluso en los tiempos más difíciles, la luz siempre encuentra su camino.

