miércoles, septiembre 17, 2025

José Rafael Lantigua y los libros prestados

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Néstor Arroyo

No fui amigo de José Rafael Lantigua, pero le admiré a la distancia. Le vi en varias ocasiones, siempre elegante, cercano, con una sonrisa amplia y sincera. La última vez que coincidimos, mis contertulios y yo concluimos, casi al unísono, que el poeta conocía la fuente de la eterna juventud: veinte años después de aquella primera Feria Internacional del Libro de 1998, su rostro parecía exactamente el mismo.

Por eso, cuando el pasado 5 de agosto llegó la noticia de su muerte, la sorpresa fue general. Nadie pensaba que el poeta ya había cumplido 75 años. Quizás, como escribió Neruda, fue un recordatorio de que “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, y que el espejo que miramos hoy nos devuelve un rostro distinto al de hace unas décadas.

El Archivo General de la Nación, en la nota publicada el día de su fallecimiento, lo describió como “una figura clave para el desarrollo cultural e intelectual de la República Dominicana. Su legado abarca una extensa obra literaria, una gestión comprometida como ministro de Cultura y una vida dedicada al pensamiento, la palabra y el servicio público”, con la cual coincidimos.

Su labor como ministro de Cultura, hasta ahora inigualable, y como padre de la Feria Internacional del Libro es, por sí sola, motivo para tenerlo en alta estima pública.

Tengo a mano dos de sus libros: “La palabra para ser dicha” y “La conjura del tiempo”. El primero es una colección de su columna “Mi acento”, publicada semanalmente por más de veinte años en el suplemento cultural “Biblioteca”. El segundo, subtitulado “Memorias del hombre dominicano”, cuya edición corregida y ampliada data de 1996, es un ensayo de seiscientas páginas, bien documentado y mejor escrito, en el que traza las vicisitudes nacionales en las tres décadas posteriores al ajusticiamiento de Trujillo. Ese libro, por su densidad y valor, merece su propia Pincelada.

En “La palabra para ser dicha” (2012), hay un artículo que me recuerda a varios amigos: “El préstamo de libros”. Allí cuenta la anécdota de un “conocido intelectual” que recibe a un estudiante universitario en su biblioteca. El joven, que investiga para su tesis, le pide que le preste un libro para leerlo en casa. El intelectual se niega y le dice que puede quedarse allí el tiempo que quiera, pero sin llevarse ningún libro. El estudiante insiste. El viejo intelectual, inmutable, le explica las razones de su negativa: “Sencillamente, hijo, porque todos estos libros que estás viendo aquí, me fueron prestados alguna vez”.

Al releer ese texto para escribir estas líneas cerré el libro y corrí a mi biblioteca. Conté mentalmente los muchos volúmenes que me faltan y me descubrí víctima de mi propia generosidad. He cometido el error de prestar mis libros, juro no volverlo a hacer.

Que esta Pincelada sirva de homenaje a un gran intelectual y gestor cultural dominicano y, de paso, de intimación, advertencia y puesta en mora para Eldo Cruz, Guido Barcácel, Alfonso Jáquez y José Alejandro Sirí, entre otros que omitiré por pudor, que han construido sus bibliotecas dejando en escombros la mía: ¡Devuélvanme mis libros!

Fuente: El Caribe

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