Rafael A. Escotto
"El verdadero pintor es aquel que es capaz de pintar escenas extraordinarias en medio de un desierto vacío. El verdadero pintor es aquel que es capaz de pintar pacientemente una pera rodeado de los tumultos de la historia." Salvador Dalí
No pretendo escribir sobre el realismo novelístico, aquel que nos envuelve en la psicología o sobre La Cartuja de Parma, ni por asomo de Le Rouge et le Noir (Rojo y Negro) ni sobre La historia de la pintura en Italia del escritor francés Henri Beyle, conocido bajo el seudónimo de Standhal.
Quizá, por el título de este artículo, puedan mis lectores pensar que me propongo escribir sobre el poeta y crítico de arte nacido en Roma y nacionalizado francés Guillermo Apollinaire, ni de la colección de sus poemas Acoholes.
Ni intento aún escribir sobre la forma revolucionaria de Leonardo da Vinci de crear pinturas que han impresionado al mundo, como La Mona Lisa y La Última cena, que mi esposa Ruth Esther de León Liz y yo vimos cuando visitamos el Museo el Louvre, en París. Tampoco me propongo destacar el ingenio en La creación de Adán y del El juicio final de Miguel Ángel.
De la exitosa carrera del pintor sevillano Diego Velázquez, quien perteneció al Siglo de Oro Español, no pretenderé tocar su grandioso trabajo La familia de Felipe IV, aunque antes de visitar España este año 2025, pretendo escribir unos párrafos sobre sus mejores obras.
De lo que sí trataré en este artículo será de algo sumamente impresionante, pocas veces visto en el arte pictórico y de las artes visuales antillanas: un pintor que invita a un literato a presentar su obra en una exposición en el Museo de Las Casas Reales o Palacio de la Real Audiencia de Santo Domingo que ni siquiera había pintado uno de los lienzos de los que iba a mostrar ante la exigente crítica de arte capitalina, siempre opuesta a ofrecerle su palestras o plazas a los artistas o intelectuales oriundos del Cibao.
El artista había colocado veinte caballetes o soportes de cuadro, cada uno sobre su trípode; los caballetes se utilizan mientras el artista está trabajando en el momento sublime de su fantasía. Tanto el afamado pintor y el intelectual a cargo de quien estaba la explicación de las obras eran de la ciudad Hidalga de Santiago de los Caballeros. El intelectual le pregunta un tanto impaciente al reconocido pintor invitado:
–«¿Dónde están los cuadros sobre las cuales disertaré esta tarde?»
Y la respuesta asombró al distinguido intelectual y crítico de arte:
–«Yo no tengo nada creado, solo tengo preparado los materiales y mis pinceles. Pero no te preocupes, tú me conoces bien, mientras pinto tú vas explicando las técnicas de mis creaciones y los colores. Recuerda una expresión de Van Gogh: "Sueño mis pinturas y luego pinto un sueño", le dijo el artista.
El artista inicia su primer cuadro y mientras su pincel va recorriendo con artística precisión y belleza el blanco lienzo, el intelectual va detallando el encanto del realismo mágico del pintor. Y el afamado intelectual y reputado crítico de arte Santiagués parece musitar en voz baja otra frase de Vincent Van Gogh: «Si no nos atrevemos, no sabremos lo que somos capaces de hacer.»
El crítico de arte inicia su intervención analizando y dándole contexto y significación a la obra en la medida que el artista va desarrollando los elementos de cada contorno de su creación y los colores a que recurre. Cada trazo y cada cromatismo o evolución de la obra suscitan en el crítico de arte una apreciación de las expresiones artísticas que van surgiendo a la largo de la exposición, creando un vínculo espiritual entre el artista y el público.
En la medida que una lluvia borgiana caía recobrando el tiempo, revelando el curioso color del colorado, una flor llamada rosa inmarcesible fluye sobre el lienzo y el crítico de arte se pronuncia entusiasmado aquella mojada tarde que trae la voz, la voz deseada, de Ramón López Velarde, que vuelve y que no ha muerto y que nunca encontró la bendición final. El público aplaudió delirante las expresiones sinceras del crítico de arte sobre la luz en la técnica del color.
El artista comprendía cómo la luz afecta los colores y cómo utilizarla para crear efectos específicos. El contraste es una herramienta poderosa en el arte del color.
El crítico de arte Braulio Rodríguez se creció en el Museo de Las Casas Reales sorprendiendo la refinada audiencia capitalina al destacar con inusitada elocuencia el significado de la saturación del color en la obra artística de Claudio Pacheco, quien se identificó y nos fascinó compenetrando al público con diferentes interpretaciones de Don Quijote, sin excluir la del caballo blanco que de lo inmortal corre a comerse la hierba que pródiga crece en las llanuras del Caribe.
Fuente: La Información